Hacía un rato que esperaba el atardecer sentado en un banco del paseo, junto a un plátano. Ahora el sol hacía mutis por poniente y la penumbra uniformaba colores y distorsionaba distancias. Se encendían las farolas y los mosquitos preparaban las razias de la noche. Vivir junto a un riachuelo en una ciudad industrial tiene inconvenientes; las aguas huelen mal y anidan los mosquitos. El hombre comprobó una vez más en el teléfono que nadie se había acordado de él. Nada. Ni una llamada, ni un mensaje. Con la primera picada, se levantó y se fue a su casa.
